Quien esto escribe.

lunes, 14 de noviembre de 2011 |

El comienzo de este post versa sobre la imposibilidad de encontrar un comienzo mejor que éste en el que se explica cómo resultó imposible el hallazgo de un comienzo mejor que la propia explicación del mencionado fracaso.
El post continua con una explicación algo confusa de la propia continuación del post, es decir que este post se explica a sí mismo como un texto que no puede continuar de otra manera que explicándole al lector que, a causa de no haber tenido un buen comienzo que inicie una trama o una idea a desarrollar, la continuación del post será también pobre en contenido, y algo trunca.
Tras lo cual quien esto escribe entra en una suerte de pánico porque ¿cómo continuar ahora, luego de explicar la imposibilidad de encontrar un buen comienzo y de haber explicado también cómo no se puede continuar nada bueno después de haber empezado tan pobremente?, y entonces ahora, en este tercer párrafo, ¿qué se hace para evitar repetir lo dicho hasta ahora y, al mismo tiempo, evitar caer en una cadena insípida de explicaciones ad infinitum sobre lo horriblemente infértil que es la imaginación de quien esto escribe? ¿Continuamos acaso desviando el texto hacia una (auto)descripción de quien esto escribe? ¿Pero «quien esto escribe» se refiere a la persona real que tipea estas palabras en una copia pirata de Word, tomando un café y mirando la lluvia por la ventana y sintiéndose levemente preocupado porque hace varios días que no va de vientre y porque tendría que estudiar en lugar de escribir este pobre intento de meta-auto-ficción? ¿O quien esto escribe es un narrador inventado por la persona estreñida y por tanto ésta no nos importa a partir de ahora sino que tendríamos que descubrir –describir, revelar– la naturaleza del narrador imaginado por ese otro ser superior jugando a ser Dios (el autor real que mira la lluvia)? Y entonces otra pregunta nace: ¿hay narrador, es posible que lo haya, en un texto que comenzó excusándose por comenzar de una manera tan poco original y entretenida? ¿Tiene, ese autor real que esto tipea y que por ende es también autor de estas preguntas que cobran ahora un carácter retórico y autocrítico, tiene ese autor lo que hace falta para crear un narrador lo suficientemente interesante como para sacar adelante este texto que tiene ya casi 400 palabras de vana, insustancial verborragia? 
El narrador de este texto quizás no sea otra cosa, en el fondo, más que una transustanciación del autor real –el estreñido, el que usa Word pirateado, el que escribe esto, el que ve la lluvia caer– en un personaje hecho de símbolos (palabras) que evocan en el lector las características que ahora se verán: hermoso, seguro, estudioso, lleno de bondad, poseedor de una regularidad intestinal envidiable. El narrador de este texto se pregunta quién escribe sobre él, quién es, dónde está. Se pregunta qué es ser narrador, se pregunta en qué lugar entra en la fina cadena que une al autor real, estreñido y contemplativo de la lluvia, con el lector, y dónde lo reconoce éste. ¿Cómo se define la identidad de un narrador en un texto meta-auto-ficticio? ¿Por lo que dice? ¿Pero qué ha dicho? Lo que un narrador no puede hacer, a menos que se trate de un texto en primera persona, es definirse a sí mismo. Moby Dick: «Llamadme Ismael», perfecto. En las dos primeras palabras ya se definió como narrador y, al mismo tiempo, como personaje y protagonista de la larga cacería de la ballena. Pero el narrador de este texto no puede ser el que nos dijo las primeras palabras, porque las primeras palabras se excusaban del comienzo del texto y esa excusa fue llevándonos a la necesidad de buscar un narrador, que ahora está instituido y sí es  autor de estas palabras, pero no de las primeras, o sí, ¿pero entonces el narrador estuvo oculto todo este tiempo? ¿O es que no sabía, él, y no sabe todavía, que es el narrador?
Muy bien: llamadme narrador, y dejadme ofrecer mis disculpas por haber jugado con vosotros en este juego metaliterario en que mi figura ficticia –y consciente de esta condición– se mezcla con el autor real que en la noche que cae, en Barcelona, siendo 14/11/2011,  contempla la lluvia y llora, sí, llora, no ha tenido el valor para decirlo antes y por eso lo digo yo, el narrador, que tengo todo y nada que ver con él: el autor llora, y no por no haber movido los intestinos en varios días, sino porque en su corazón llueve igual de fuerte (el autor pone en mi boca estas cursis palabras y no puedo hacer nada) que ahí afuera, que contra su ventana, que sobre los árboles y grises peatones de Barcelona, sobre las plantas de los balconcitos, sobre los coches, en su corazón llueve, me obliga a decir el autor, porque ha descubierto que está enamorado de alguien que leerá esto y que no sabrá que es ella, pero que lo leerá, eso seguro, porque el autor sabe que ella lee su blog, este blog, y por tanto las lectoras de este texto que conozcan al autor real, al estreñido, a quien ahora tipea esto viendo cómo amaina la lluvia, las lectoras que lo conozcan deberán prestar atención a las señales sutiles, efímeras, casi imperceptibles que el autor real les dará como indicativos de ese amor terrible que siente por alguna de ellas, no por todas, pero como el autor no me hará decir a mí, el narrador, quién es esa por quien ahora él llora, todas las que lean esto y conozcan al autor deberán mirarlo mañana o pasado o cuando lo vean, mirarlo a los ojos y buscar un brillo, un fugaz desviar de la mirada, una señal pero nada tan brusco y directo como un guiño o el soplo de un beso o un silbido indiscreto o una invitación a compartir el lecho, no, algo mucho más oculto, cifrado, quizás algo que hasta ahora les resultó normal, común en él, quizás un beso un microsegundo más largo que otras veces o un milímetro más cerca del cuello o de los labios, un intento inocente pero definitivo de abandonar el terreno neutral de la mejilla hacia los más íntimos y eróticos de la boca o el perfume que usas, lectora amada, ese perfume que recuerdo inaprehensible en la noche insomne, eso dice el autor a través mí, el narrador. Obsérvalo bien, observa su sonrisa, su mirada triste, sus bostezos que denuncian sus trasnochadas horas pensando en ti y escribiéndote cosas que siempre acaba borrando por ser demasiado directas y reveladoras hasta que se le ocurre esto, quizás la lluvia lo inspiró, quién sabe. Se le ocurre la figura mía, el narrador, el comienzo metaficcional, un tanto experimental, pero que en el fondo no es más que otra manera de acabar diciéndote que te quiere, que extraña tu olor y tu pelo, tu voz y tu completa y absoluta falta de sospechas sobre sus emociones, las del autor real, que ahora vuelve a llorar de felicidad nada más que por recordarte de nuevo en todo
tu
puto
esplendor. 
Busca la señal, por favor, y cuando la veas –porque será sutil pero segura: cuando la veas no habrá duda– respóndele de la manera más honesta, lectora, sin lástima ni piedad: un no directo si la respuesta es no, un sí después del beso, si la respuesta es sí. Y después las flores, eso dice que diga, y después las flores y los libros.
Aquí acaban las palabras del narrador, y volvemos a esa instancia intermedia en donde empezábamos: ¿cómo acabar esto que tuvo un comienzo incierto y que al parecer no fue más que una excusa para los intentos de conquista de un cobarde, el autor, él, que se seca las lágrimas y sonríe, él... yo? Así, denunciando mi cobardía y excusándonos todos, autor, instancia intermedia y narrador, por haber sometido al lector a esta vana, insustancial verborragia.

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