Textos inéditos de la Biblia. Jesús y el nigromante de Yahomemá.

jueves, 5 de mayo de 2016 |

Del Libro del Afilador Flautista, 12, 35-89.

Del pueblo de los midgets a Yahomemá. Quema de neumáticos y sanación salival.

Y atravesando la arboleda salió Jesús del Bosque de los midgets.

En las afueras de Yahomemá –que en hebreo significa “Aldea donde es sobremanera necesaria la visita de un Mesías que ponga las cosas más o menos en orden”– Jesús encontró el camino al pueblo bloquedo por altas llamas de gran altura y que se elevaban verticalmente en larga distancia. Pensó que se trataba del Fuego del Espíritu Santo, y se apresuró a atravesarlo para bañarse en sus lenguas de purificación. Mas no se trataba del Espíritu –que en ese momento se encontraba en Groenlandia bajo la forma de un gorrión posado en una piedra– sino de la quema anual de neumáticos de Yahomemá. 
Jesús se quemó, y gritó, y se revolcó, y en un momento de particular intensidad de su dolor incluso insultó un poco. Mas luego Jesús sopló sus quemaduras y las untó con un poco de su saliva –que es por todos conocida como curativa y milagrosa, con propiedades no inferiores a las del aloe vera– hasta que las heridas se calmaron y finalmente sanaron. De sus ropas quedaban sólo algunos retazos salvados del fuego, que Jesús procedió a reacomodar como pudo para tapar sus partes pudendas, a saber, sus genitales, sus pezones y los codos –articulación sumamente tabú en Yahomemá–, y habiendo improvisado un atuendo que, aunque efectivo en las normas básicas de discreción, no dejaba de resultar bastante sugerente y sexy, entró Jesús en Yahomemá.

Entrada en Yahomemá. Necromancia. Escena pudorosa. Perdón al nigromante, y obsequios.

No había dado Jesús doce docenas de pasos en Yahomemá cuando comenzó a ver todo tipo de desobediencias capitales de los mandamientos. En un callejón oscuro se estaba practicando un adulterio que además era de naturaleza sodomita, más allá había un hombre en la fase final de un apuñalamiento por la espalda, a su lado dos mujeres daban falso testimonio y detrás un niño se apropiaba hábilmente de una bicicleta ajena. Del otro lado de la calle Jesús vio a un anciano con un extraño sombrero del que egresaban, como resultado de prácticas macabras de brujería, diversos animales (conejos, palomas, incluso un camello) y luego metros y metros de un paño de colores sensuales. Cuando el último tramo de paño salió, el anciano mostró a los aldeanos que lo rodeaban el interior del sombrero, donde como mucho cabría una cabeza talla M o una pelota de fútbol 5, pero de ningún modo un camello.
Todos estos pecados afligieron a Jesús en su corazón que, vertiendo lágrimas, lloró durante casi una hora. Cuando se le pasó el hipo de tanto llorar y se secaron sus ojos, se acercó Jesús al círculo de gente que rodeaba al anciano brujo, que ahora adivinaba la carta que había elegido un niño («¡cinco de espadas!»), y hablándoles les dijo: «No existe magia que no sea pagana, blasfema y obra de Lucifer, a menos que se trate de milagros certificados, en cuyo caso el autor de los prodigios será canonizado y tendrá su propio día de celebración y se lo representará en algunas pinturas, postales y otro merchandising disponible. ¿Tienes tú, oh anciano que trucas la nada por conejos y que ejerces la necromancia adivinatoria, un certificado oficial de taumaturgia santa?», a lo cual respondió el anciano: «Tenía uno, pero me lo olvidé en el bolsillo y se arruinó cuando lavé el pantalón». Un instante después los ojos de Jesús se encendieron de furia, su cuerpo se llenó de temblores de pura rabia y todo él pareció tronar «¡Pecador!». Los aldeanos gritaron, y Jesús se felicitó en silencio por su performance. Sin embargo, no eran de terror los gritos de la gente. En los temblores, agitaciones y demás movimientos iracundos de Jesús, todo su frágil, diminuto, sensual atuendo salvado de las llamas había variado en su disposición, y ahora el ombligo y un muslo estaban cubiertos, mas el resto, incluyendo sus órganos sexuales y, todavía más grave, sus codos, se mostraban tal y como su Padre los trajo al mundo.
A los gritos de sorpresa siguieron sendas carcajadas de los aldeanos, y un grito entre burlón y reprobador del anciano brujo: «¡Tápese, cúbrase, que hay lugares que el sol no debería alcanzar!», decía el anciano al tiempo que envolvía a Jesús con los largos, coloridos y sensuales paños que usaba en sus trucos.
Esta nueva vestimenta fue de la aprobación de Jesús que, siempre dispuesto a la disculpa, perdonó al anciano nigromante e incluso le enseño dos magias aritméticas: la de la multiplicación de los panes y la de la división de aguas. Por último, le obsequió, como regalo de despedida, un frasquito lleno de su saliva curativa y, despidiéndose, les dijo adiós y se fue.



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