«¡Te chupo todo lo que se llama cuerpo!», gritó el albañil desde el segundo piso del edificio en el que trabajaban él y otros albañiles. El que gritó el cumplido era el maestro mayor de obras (mmo), es decir que tenía una posición jerárquica superior a los otros albañiles y esta posición jerárquica superior se hacía manifiesta en la dirección del mmo no solamente de las obras sino también de los gritos de acoso verbal que se proferían desde el segundo piso del edificio a todas las mujeres que pasaban caminando.
«¡Qué lindas piernas! ¡¿A qué hora abren?!»
Pasaban un montón de mujeres y todas ellas recibían un grito del mmo seguido de otros gritos de los albañiles que el mmo dirigía (en la construcción y en el acoso verbal a las mujeres)
«¡Hermosa, mi amor, bonita, cuando quieras te llevo a pasear en pito!»
Etcétera.
Pero entonces ocurrió que el mmo, que tenía una esposa y varios hijos (uno de los hijos ya tenía edad de trabajar y trabajaba con él y también profería gritos de acoso verbal y por las noches soñaba con el día en que por fin fuera maestro mayor de obras y dirigiera su propio equipo de albañiles tanto en la construcción de edificios como en la ejecución de acosos verbales), se enamoró mucho de una muchacha que pasó caminando y como no había pulido su elegancia y no había tenido nunca contacto con su aura o su alma o su, digamos, vida interior espiritual, y era digamos algo muy parecido a una bestia impulsiva, lo que hizo fue gritar lo que le salía, y lo que le salía eran gritos de acoso verbal, y entonces, palpitando de puro amor y con los ojos brillantes de lágrimas que venían de ese amor que sentía dentro, en el estómago y en las piernas flojas, el albañil gritó «¡Te la pongo en Navidad y te la saco el Domingo de Ramos!», y el hijo del maestro mayor de obras gritó otras cosas y luego los otros albañiles gritaron también lo suyo, pero el mmo se dio cuenta de lo que ocurría y tuvo como una epifanía en la que se dio cuenta de que el acoso verbal era algo muy feo y que no servía para comunicar o transmitir el amor que sentía por la muchacha que caminaba allí abajo y entonces les gritó a sus compañeros que por favor se detuvieran y guardaran silencio y luego hizo acopio de todas sus fuerzas para invocar toda la elegancia y el respeto que pudiera encontrar en los recovecos de su psique bestial e impulsiva y gritó «¡¿Te puedo dar un beso con metida de pito?!».
El maestro mayor de obras verdaderamente creía que esta vez había quedado bien, que le había salido un cumplido respetuoso que manifestaba a la vez su deseo de unión emocional y espiritual –representada, en este caso, por la palabra “beso”– y su deseo de unión física y carnal –en este caso, “con metida de pito”– y por eso no entendió que la mujer de su vida, el fuego fatuo que acababa de quemarle el alma, acelerara el paso y se alejara, y entonces el maestro mayor de obras se agarró de una cuerda que usaban para subir y bajar materiales de construcción y bajó a gran velocidad y se quemó las manos con la cuerda pero ni se fijó en eso porque más quemada tenía el ánima de puro amor y pasión y corrió, el mmo, corrió detrás del fuego fatuo, y cuando casi la alcanzaba la pobre muchacha se dio vuelta y le vio la cara anegada en lágrimas y agitada y roja por la prisa de alcanzarla y, evidentemente, interpretó la persecución del albañil no como un último intento por parte de este de no perder al amor de su vida, sino como una prolongación y evolución muy alarmante del acoso verbal y un ingreso de este acoso en el terreno de lo físico. Por la psique de la pobre muchacha pasaron muchas imágenes aterradoras en las que el albañil abusaba de ella manoseándola y la muchacha, que era muy imaginativa y muy sensible, sintió cada una de esas caricias lascivas y pervertidas y para nada consentidas, y todos estos pensamientos y todas estas sensaciones se convirtieron en un grito muy muy desesperado que la pobre muchacha soltó presa del terror más grande que jamás hubiera sentido, pobre, y gritó como diez segundos seguidos con los ojos abiertos y sin parpadear y mirando fijamente los dientes del albañil, que no estaban ni blancos ni bien alineados, y después la muchacha se quedó sin voz pero aún así siguió gritando sin sonido y temblando y notando las manos quemadas del albañil y asociándolas, cabe decir que muy justificadamente, no a quemaduras por fricción con cuerda sino a exceso de masturbación.
El maestro mayor de obras estaba realmente muy enamorado pero no tanto como para no ver que ese grito no era para nada de amor ni de pasión sino de mucho, mucho miedo. Entonces pidió disculpas repetidas veces pero al mismo tiempo el profundo amor que sentía casi que lo obligó a abrazar y contener a la pobre muchacha y mientras abrazaba el cuerpo tembloroso y atónito de la muchacha quiso hacerla sentir bien diciéndole algo bonito, pero ya no le quedaba nada de elegancia encima, nada, y todo el respeto se le había agotado, y lo único que le salió fue, en medio del abrazo y en forma de susurro en su oído, lo siguiente:
«Te pongo una manzana en la boca y te chupo el culo hasta que salga sidra»
La muchacha, que era muy imaginativa y muy sensible, visualizó mentalmente todo el proceso a través del cual una manzana era procesada en su interior, el jugo extraído y fermentado y convertido en sidra y finalmente extraído gracias a la succión bucal del albañil, y esta visualización realista y abundante en detalles sonoros y táctiles y olfativos acabó completamente con su psique, destrozó completamente el de por sí frágil equilibrio mental de la pobre, pobre muchacha, que ya traía consigo un montón de inseguridades y complejos y trastornos y tenía un historial enorme de gritos horribles que le habían proferido a lo largo de su vida, incluso antes de que ocurriera su despertar sexual, cuando aun no tenía la regla pero ya era muy atractiva y ya despertaba miradas lascivas entre las bestias impulsivas. Esta última frase del albañil acabó con toda esa estructura mental de una fragilidad análoga a la de un castillo de naipes. El castillo se desmoronó estrepitosamente. La pobre muchacha procedió, sin preámbulos de ningún tipo –ni convulsiones ni dolores ni pérdida de control de la salivación ni ojos en blanco ni nada–, a fallecer. Fue como fuego que se apaga porque no le queda nada que lo alimente. Su final exhalación fue apenas perceptible, y todo su cuerpo, vaciado de vida, se aflojó como una marioneta cuando sus hilos descansan.
Bueno, el albañil nunca entendió muy bien la situación.
Se traumó bastante cuando vio que eso que abrazaba no era ya el amor de su vida sino un cadáver. El Estado le financió un tratamiento psicoterapéutico que lo llevó un poquito más cerca de comprender el daño que se podía causar nada más que queriendo de manera muy incorrecta y violenta. Su terapia subrayó con énfasis lo mal que estaba convertir a las mujeres en objetos despojados de individualidad y espiritualidad. Se hizo mucho incapié en que no se debía nunca interpretar a la mujer (¡ni a nadie!) como un dispositivo de fermentación del jugo de manzana y mucho menos perseguir a alguien (¡y menos a una desconocida!) para señalarle tal interpretación.
El maestro mayor de obras tuvo que someterse a controles periódicos de su estado mental y fue obligado a asistir a seminarios sobre violencia de género. Se consideró excesivo someterlo a la privación de la libertad. Seis semanas después, el Estado consideró que el albañil podía reanudar sus tareas. Al hacerlo, sin embargo, el maestro mayor de obras supo que no volvería nunca a ser el mismo. Todo el tiempo le venían imágenes de su amada caminando, allí abajo, espléndida, un fuego fatuo cercano pero inalcanzable, de una belleza dolorosísima. Entre martillazo y martillazo su mirada se escapaba y creía verla. La veía en cada mujer que pasaba, la olía en cada ráfaga de viento y a veces resonaba en su cabeza su último grito de horror. Un día ya no aguantó más y saltó buscando la muerte. La caída fue desde el segundo piso y esa altura no te mata al menos que caigas de cabeza, y ese no fue el caso, aunque el maestro mayor de obras sí que alcanzó un estado de coma de unos cuantos meses. Cuando volvió en sí su hijo se había muerto y junto a la cama del hospital le sonreía un abogado que lo asistió en una denuncia a la empresa de construcción por bajas condiciones laborales y medidas de seguridad insuficientes. Pudo vivir sin trabajar por el resto de su vida.
Tras el infarto provocado por las vívidas imágenes de fermentación metabólica del zumo de manzana y su posterior extracción, el alma de la muchacha se elevó unos metros siguiendo la luz, pero justo cuando estaba por fundirse con el Todo, que es lo que pasa cuando morimos, el alma de la muchacha contempló al hijo del albañil. Ajeno a todo lo ocurrido, el hijo miraba a una mujer pasar enfrente de la obra y le gritaba «¡Te amo!». El alma de la muchacha sonrió agradecida de que al menos uno de los albañiles fuera un poco menos grosero, pues aunque seguía siendo repulsivo, impositivo y acosador, el grito del joven al menos carecía de desagradables connotaciones sexuales agresivas, y sólo declaraba un amor tonto y vacío... pero la sonrisa del alma de la muchacha duró poco, porque el hijo del mmo añadió: «Te amo a violá entre todo», para enorme alborozo de sus compañeros. El alma de la muchacha giró dándole la espalda a la luz donde ocurría la fusión con el Todo y se dedicó a poseer y maldecir al hijo del maestro mayor de obras por el resto de su vida, que no fue muy larga porque poco después, harto de ser perseguido por un fantasma que le movía las cosas de lugar y le ponía bolas de pelo negro bajo la almohada y le soplaba la nuca y le inducía vómitos verdes y levitaciones en medio de la noche, el joven hijo del comatoso maestro mayor de obras saltó desde la obra donde trabajaba entonces, esta vez un piso diecisiete, o sea 100% muerte.
El deceso del hijo del maestro mayor de obras otorgó finalmente paz al alma de la muchacha acosada, que pudo dar por cerrados todos los asuntos pendientes que la ataban al mundo de los vivos y dirigirse a la luz y fundirse con el Todo.
1 Comentarios:
Jajaja excelenteeee!!!