Este relato tiene finales forzados e inverosímiles.

martes, 27 de mayo de 2014 |

1

Hay un DJ y hay música y hay mucha gente que luce muy exitosa y feliz y limpia y todos tienen la piel correctamente bronceada y los dientes blancos. Hay grupos que salen a fumar y luego entran en medio de carcajadas, siempre uno de ellos apurando las últimas pulgadas de tabaco y pisándolo simultáneamente a la última exhalación de humo. Hay muchas palmadas en la espalda, muchas, y se escucha «y tú qué tal, tío, cómo va todo». Yo me siento muy muy muy pequeño porque tengo el autoestima de una babosa autoconsciente, es decir, una babosa que sabe que es babosa y está, digamos, al tanto de todo lo que no puede hacer en su calidad de babosa, por ejemplo no puede silbar o no puede correr o no puede saltar.

El evento lo auspicia Moritz y todos tenemos botellas de cerveza en la mano. Yo te acompaño porque me invitaste en un chat muy random de Facebook pero no sé nada de música electrónica y no conozco a absolutamente nadie. Hay muchísimos estilos distintos de barba, muchísimas variedades que no conocía. Hay patillas extensísimas, hay barbas muy frondosas y hay combinaciones de candado, bigote, patillas y otras variedades. Hay una barba teñida. Hay muchas Raybans a pesar de que estamos dentro y la luz es tenue. Te acompaño mientras no parás un segundo de saludar a todo el mundo. Muchos te dicen «Eh, qué ilusión verte» y te aprietan el brazo amablemente o te acarician el hombro o te dan como un medio abrazo raro con un sólo brazo y sin que verdaderamente haya mucho contacto del tórax. Se nota a veces que no te sabés el nombre de los que te saludan. Me presentás como un amigo. Me soltás la mano y yo estoy muy nervioso, muy babosa. El DJ mueve la cabeza concentrado en los botones y perillas de sus cosas de DJs que no entiendo. La manzana de su Macbook no brilla, creo que está rota. Hay una pantalla gigante donde se puede apreciar un video en blanco y negro de un hombre bailando con una máscara de caballo puesta, y el logo de la marca de lo que hemos venido a ver. No sé qué es. Estoy entre ropa, festival y sello musical. Pido otra Moritz. Alguien me empuja sin querer y se disculpa excesivamente. Se disculpa como si le hubiese pisado la cabeza a mi hijo bebé. El lobby del hotel donde ocurre este evento está cubierto de césped artificial. Hay una barba intermitente, o sea con líneas afeitadas y líneas de barba. Hay gente sentada en el suelo, cabizbaja, con una Moritz en la mano y un iPhone (80%) en la otra o un Samsung Galaxy (17%) en la otra o un Sony/otros (3%) en la otra. Hay una barba que tiene rastas con anillos. La lleva un hombre muy, muy corpulento, muy intimidante, que me empuja y se disculpa excesivamente, como si acabara de pisar la cabeza de mi hijo bebé, en un catalán con acento extranjero y no muy correcto. «Husentu!» Empiezo a ver que este relato necesitará un final forzado.


2

Una mujer te cuenta algo animadamente, con los brazos moviéndose mucho. Sonreís. Yo miro el techo, y no es que me aburro tanto como que me gana una suerte de ansiedad porque no sé qué hacer y entonces empiezo a preguntarme por qué no sé qué hacer si en realidad yo siempre sé qué hacer, y entonces me empiezo a preguntar quién soy y eso nunca acaba bien. Hiperventilo un poco. Saco el iPhone rogándole muy fuerte a Dios que alguien me haya mandado un whatsapp pero no hay ni una notificación. Me gustaría que al menos la Appstore me hubiera notificado una nueva versión de alguna aplicación, pero nada, todo al día.

Te miro. Estás muy linda pero de la manera en que están lindas las modelos en la pasarela, donde no hay deseo, ni curiosidad. Sé que no me gustás, y no me imagino más de diez minutos de conversación sin que pase un gigantesco Ángel de la Incomodidad y se siente a mirar con una media sonrisa en sus labios cómo nos cuesta encontrar algo de qué hablar en el minuto once. Escucho hablar a dos personas. Están comentándose mutuamente sus profesiones y trabajos. Uno de ellos es freelance y edita videos para un club, es redactor para otra web y tiene un programa de radio los miércoles por la tarde. El otro es coolhunter no sé dónde. Tampoco sé qué es exactamente lo que hace un coolhunter. Miro el móvil y una alegría increíble me arrastra como una ola de pura felicidad porque veo que hay una nueva versión de Angry Birds, seguramente más niveles. En realidad podría haber fingido todo el tiempo sin necesidad de una notificación real. Una chica tiene el dibujo de la tapa del último disco de los Arctic Monkeys tatuado en la muñeca. Está cerca y habla con el de rastas en la barba. Escucho que estudia cine y está haciendo prácticas en un estudio de animación. En el hombro tiene tatuado 'Carpe Diem'. De repente me supera la curiosidad por saber quién será esta chica, quién será en un sentido mucho más allá de su beca y sus estudios. Quiero saber cómo será tomarse un café con ella sabiendo que ya sabe quién soy y habiendo pasado el small talk de un evento auspiciado por Moritz. Saber, por ejemplo, cómo luce esta chica en ropa interior, por la mañana, cepillándose los dientes frente al espejo del baño, medio dormida todavía, con la puerta abierta, despeinada. O quiero saber cómo se verá esta chica discutiendo por teléfono con su madre. No es que me guste, no, ni nada parecido, pero hay como dos o tres cosas que me despiertan curiosidad en ella y esa curiosidad se multiplica porque sé que no voy a poder tomarme un café con ella nunca. Quizás la escriba, pienso, quizás sea un personaje de algo en mi blog. Volvés y me decís «¿Te aburres?». Te digo que no, que estaba contestando emails. «Ven, tienes que conocer a Francesc». Me agarrás la mano y me arrastrás hasta la mesa del DJ y yo sigo pensando que este relato necesitará un final forzado. Francesc no es el DJ sino una chica pequeñita, casi se le podría decir Ínfima, muy mona, muy frágil, sentada junto a la caja de vinilos del DJ. «Es genial, ella, escribe un blog y su alter ego blogger es Francesc», me explicás. Su nombre real es algo que termina con 'ina', pero no llego a escucharlo todo. El DJ tiene un tatuaje que creo que tiene runas de Tolkien. Otro ataque de curiosidad, de saber quién será este tipo, qué miedos tendrá, si me caería bien, qué le gustará desayunar, como será su cara de Máximo Enojo.

Ínfima me dice que está encantada de conocerme y que qué hago. La escucho muy mal. Le contesto que estudio filología en la UB pero el DJ acaba de subir el volumen y es imposible, y encima ella trata de acercarse a mí para estrecharme la mano y escuchar mejor a qué me dedico pero cuando intenta erguirse tira la caja de vinilos del DJ. Ocurre una bifurcación de finales para dar lugar a uno forzado e inverosímil:

3

El final verosímil de este relato

Tiene lugar un efecto dominó que empieza en la caja de vinilos, continúa en la mochila del DJ, continúa en una botella Moritz vacía que cae sobre una jauría de cuatro enchufes que convergen en un multiconector raro, protegido contra vertidos líquidos.
—No te preocupes, Francesc, ahora me pido otra —dice el DJ apretando amablemente el hombro de Ínfima.
Ínfima se acerca y me cuenta cosas de su vida y de su blog. Gran parte de mi atención se ha ido al final forzado de este relato, donde ahora se apagan las luces y está a punto de pasar algo mucho más adrenalínico que la búsqueda de una prosa experimental y falsamente masculina que equivalga a un paradigma hermafrodita del acto de escritura, yosoyfrancesc.tumblr.com.
—Yo tengo un blog, El Último Paraguas, pero últimamente lo actualizo poco y en general me da la sensación de que busco un humor que ya no sé hacer, y me frustro cuando encuentro momentos vacíos e intento escribir, me frustro porque a veces siento que en realidad no tengo nada que decir, no sé...
—Ya, a veces pasa. Quizás es mejor dejarlo un tiempo, volver cuando haya pasado tiempo, cuando hayan pasado cosas...
—¿A vos te pasan cosas? Quiero decir, no a Francesc, sino a vos... ¿cómo es tu nombre?
—Irina.
—Irina. Me gusta más que Vanina. ¿Te pasan cosas, Irina?
—Todo el rato. Viajes, relaciones, nuevos trabajos, eventos. Recién acabo de tirar una caja de vinilos y no dejo de pensar qué hubiese pasado si la cerveza hubiese estado llena. Todos esos enchufes...
—Sí... yo también pensaba en eso. Creo que hubiese sido un caos.
—¿Un caos?, ja, tampoco exageres.
—Creo que habría chispas, humo y un ataque de nervios. Creo que la chica del tatuaje de los Arctic Monkeys te habría consolado, y creo que el DJ me habría culpado por todo, porque tal y como estás ahí, toda acurrucada, pequeñita, oculta, el culpable obvio de cualquier accidente sería yo.
—Lo tienes todo pensado. Quién es la chica del tatuaje.
Se la señalo. Sonríe, pero no sé qué significa esa sonrisa.
—Total, que sí me pasan cosas. Y a ti seguramente también. Cómo es que estás aquí, si no.
—Vine acompañando a una chica que ahora ha desaparecido.
Miro alrededor pero no la veo, la veo solamente en el final forzado de este relato, donde ella corre a serenarme y a tirarme cerveza en la cara para que no empiece a matar a nadie.
—¿Cómo te llamas?
—Lucas.
—Voy a leerte, Lucas.
—Yo voy a escribirte. Quiero decir, voy a convertirte en un personaje de un relato.
—¿Sí? ¿Y cómo voy a ser? ¿Qué voy a hacer?
—Lo que quieras. Elegí.
—Quiero que salgan mis dos nombres. Y quiero un link a mi blog. Y quiero que al final del relato, sin razón aparente, me secuestre un pulpo gigante, una escena en plan King Kong pero que sea un pulpo en lugar de un mono y que sea la torre Agbar en lugar del edificio ese.
—El Empire State.
—Y quiero que tú me rescates del pulpo.
—Muy forzado, ¿no?
—Tú me dijiste que podía elegir, Lucas.
—Es verdad. Ok. Yo te rescato y después qué. Cómo acaba esto.
—¿En el relato? Me llevas a tu casa, me curas las heridas, es todo muy romántico, me preparas un baño caliente.
—¿Ajá?
—Ajá. Y abres una botella de vino. Y yo salgo del baño envuelta en una toalla, y me alcanzas una copa, y hablamos un rato sobre lo loco que fue el día, sobre la batalla con el pulpo gigante, y finalmente me canso de que no te animes a darme un beso y te beso yo.
—¿Y cómo acaba esto fuera del relato?
—¿Fuera del relato?
—¿Nos besamos fuera del relato?
—No sé. A mí para besarme hay que rescatarme.
—Pero no conozco a ningún pulpo gigante...
—Puedes rescatarme de otras cosas.
—¿Puedo rescatarte de esta fiesta?
Irina estira los brazos para que la ayude a levantarse de su rincón, y se pone de pie de un salto, y me dice al oído «Puedes». Salimos esquivando gente y bajamos por Via Laietana y caminamos hasta Barceloneta, y en el final forzado del relato veo que todo se ha torcido de una manera muy urobórica, posmoderna y tediosa. Sacudo la cabeza y me concentro en este lado, en esta columna, y me detengo de repente y te miro y te sacudo levemente por los hombros y te pregunto por qué no me seguiste, por qué no intentaste salir conmigo afuera cuando mi amiga me sacó fuera del lobby a fumar, por qué Francesc, joder, por qué siempre tiene que pasar que me congelo y me paralizo de miedo y aunque intuyo de una manera muy fuerte que entre esa chica acurrucada entre vinilos y yo podría haber algo, no digo un matrimonio, no digo ni siquiera un polvo de una noche, pero quizás una charla, quizás una risa, quizás un café, aunque intuyo eso no puedo hablar, no puedo hacer nada más que mirar como se me va la vida y vienen textos.
Me decís que no podés hacer nada, que no sabés nada de nada, porque no llegamos a hablar. Pero conocías a mi amiga, te digo, la conocías, ella quiso presentarnos, así que por qué no saliste con nosotros a fumar.
—Lo siento, Lucas. Lo siento. En serio. No sé qué decirte. No sé qué quieres de mí. No puedo ser todo lo que esperaste que sea nada más que porque decidiste que me veía mona entre los vinilos, porque me veía pequeña y frágil, porque decidiste que sería alguien interesante y que te divertiría, porque me idealizaste y doble idealizaste en un ejercicio tonto que sólo sirve para torturarte cuando te alejas del teclado y desvías tu mirada de la pantalla y ves que estás solo y que en lugar de buscarme, de preguntarle a tu amiga por mi nombre completo y agregarme al Facebook y animarte a jugar a la cruel lotería de conocerme de verdad, donde yo puedo tener novio o vivir fuera o no tener ningún interés en ser tu amiga o ser lesbiana o ser aburrida o ser pedante o ser una imbécil o quizás, una entre tantas posiblidades, podamos quedar algún día y tomar algo, en lugar de buscarme escribiste un texto estúpido de dos columnas donde no estoy yo en ningún momento, y lo peor es que ni siquiera estás tú, ni siquiera está lo que de verdad sentiste ese día cuando me viste con el DJ, entre barbas, entre iPhones, entre gente que te asusta porque se ve feliz y segura, en el césped artificial del lobby del Grand Hotel Central Barcelona y cruzamos una mirada y te sonreí y te alejaste, en pánico, a buscar a tu amiga. Ni siquiera estás tú en todo esto, porque si estuvieras en todo este texto, ya lo estarías acabando para abrir el Facebook, buscarme entre los amigos de tu amiga e invitarme a un café.
Gilipollas.
El final forzado de este relato

Tiene lugar un efecto dominó que empieza en la caja de vinilos, continúa en la mochila del DJ, continúa en una botella Moritz prácticamente llena, también propiedad del DJ, y acaba en una jauría de enchufes cachorros mamando cerveza de una conexión extraña, todos los enchufes del universo conocido parecen converger ahí, incluyendo el Macbook del DJ, la mesa de mezclas y otras cosas.
Saltan muchas chispas. Ínfima grita y se aleja y sale mucho olor a quemado de todos los cacharros y de la Macbook del Dj. Se apaga la música, claro. Se apagan las luces y se encienden otras más tenues, amarillas, depresivas, de emergencia. Sale humo. Se escuchan conversaciones que se interrumpen. Todos me miran, pero yo no fui. Los miro como diciendo «¡YO NO FUI, MODERNOS, YO NO FUI!», pero por supuesto y por fortuna no lo digo. Miro a Ínfima, a Francesc, a ****ina, y pienso que tengo tres maneras de referirme a ella y sin embargo todavía no sé su nombre. La chica que tiene el dibujo de AM tatuado en la muñeca se acerca a Ínfima y la abraza. «Vani, vani, ¿estás bien?». «Vanina!», pienso. VA-NI-NA. Un misterio menos. Pienso en la canción de los Redondos, una tipa rapaz vino a consolarte. El DJ parece en estado de shock, mirando todas sus herramientas de trabajo muy muy arruinadas y quemadas por un cortocircuito marca Moritz. Y entonces cometo el error de decirle:
—La manzana ya estaba rota de antes.
—¿Perdona?
—No, ja, nada, digo que la manzana, la manzanita del logo, del logo Apple, digo que ya estaba rota. Vanina habrá roto todo pero la manzana ya estaba rota.
—¿Quién coño es Vanina?
—Francesc, Francesc.
—No te entiendo, déjame en paz.
—Ok, pero solamente digo que el lado bueno de todo esto es que la manzana ya estaba rota, y no es algo por lo que debamos lamentarnos ahora.
No hay ni una palabra del DJ entre el final de mi frase y sus nudillos muy incrustados en mi cara. Antes, sin embargo, puedo apreciar su cara de Máximo Enojo.
Yo me vuelvo muy loco si alguien me pega. Me vuelvo muy loco, pierdo no solamente la paciencia sino toda la estructura moral que haya podido integrar a lo largo de mi vida en una sociedad occidental. Pierdo la valoración de la vida, pierdo el respeto por las reglas básicas del tejido urbano, pierdo absolutamente todo. Pierdo incluso los institntos animales dirigidos a la conservación de la especie. Me vuelvo un monstruo que grita distintas variaciones fonéticas compuestas por una consonante y una vocal. Me vuelvo muy Hulk y quiero matar. Mi amiga random de Facebook lo sabe y se acerca corriendo y me vacía su Moritz en la cabeza. Lo hace como un último gesto de pseudo-amistad y se va del hotel, muy avergonzada.
El DJ cambia su enojo por una risa muy burlista y ofensiva, señalándome, pero no dura demasiado porque un tentáculo púrpura, gigantesco, viscoso, rompe los cristales del lobby del hotel y se enrosca alrededor del DJ y lo estruja como a un dentífrico y una pasta rojo-grisácea sale por la boca y el DJ básicamente muere. La chica con el tatuaje de Arctic Monkeys grita hasta que otro tentáculo la estruja. Se abre el techo y todos los asistentes podemos admirar con un poco de terror esencial la presencia gigantesca de un pulpo violáceo que secuestra a Ínfima y se sube a lo más alto de la torre Agbar.
Yo entro nuevamente en modo ira total y esta vez no hay nadie que me apague, así que de nuevo pierdo toda la estructura moral y gano superfuerza y salto de edificio en edificio y alcanzo al pulpo gigante y le doy un puñetazo muy efectivo, muy concentrado, y lo mareo tanto que deja caer a Vanina. Pero la alcanzo, la rescato, la llevo lejos del hotel y del monstruo y de los modernos con barbas extrañas y lejos de todo lo que me hace sentir pequeño y babosa, y la llevo a mi casa donde tengo cosas para ofrecerle, tengo un baño caliente y un equipo de audio de alta fidelidad y una botella de vino y buena conversación y no me animo a darte un beso a pesar de que llevamos horas hablando, pero por suerte te hacés cargo de eso y envuelta en una toalla, apoyando el vaso en el filo de la mesa, me saltás encima y me besás apasionadamente, y hacemos el amor toda la noche, sabiendo que nos hemos rescatado de algo mucho más peligroso que un pulpo gigante, algo que huele mucho a soledad y a domingo por la tarde.
O quizás simplemente nos hemos escapado a una fantasía que no sirve para nada, más que torturarme, porque esto no deja de ser el final más forzado y más inverosímil de un relato que en su lado más opaco muestra una realidad mucho más simple y aburrida, y triste, tan triste, y en esa realidad ni siquiera sé tu nombre, en esa realidad ni siquiera me acerqué a hablarte, porque cuando tiraste la caja de vinilos con la mano estirada para saludarme, mi amiga random del chat de Facebook me apartó impulsivamente y me llevó fuera del lobby, porque quería fumar, y el relato murió ahí, todos los finales que te tenían como personaje murieron ahí, Irina, Vanina, Ínfima, Francesc, murieron con ella sacando su paquete de Pueblo y sus filtros y fumando ansiosa, y contándome cosas que no recuerdo, porque en ese momento yo ya estaba construyendo en el aire dos finales distintos, uno forzado, otro un poco más verosímil, y en los dos acababa conociendo un poco más del DJ y de la chica del tatuaje y sobre todo acababa conciendo mucho más de esa chica pequeñita, acurrucada al lado de una caja de vinilos, serena, una chica que se llama Francesc y se llama Irina, o Vanina y se llama Ínfima, también. Una chica muy atractiva que me abrazaba cuando la recogía de su caída de la torre Agbar, cubierta por el aceite viscoso del pulpo gigante.
Pasa un gigantesco Ángel de la Incomodidad, pero te mira a vos, nada más, que seguís fumando en el umbral del hotel, a mi no me incomoda el silencio porque en el otro final de este relato empieza a surgir la posibilidad de animarme a salir de esta estupidez, de dejar el blog por un rato, de dejar de construir cosas en el aire, en el otro final Irina me dice que toda la parte de realidad que hay en esto, el césped artificial, por ejemplo, o el lobby del hotel, toda esa parte de verdad tiene también su línea continua, su futuro AFK, y solo tengo que buscarla por Facebook, pasarme una noche en vela decidiendo la manera menos stalker de decirle que la busqué para terminar la presentación que no pudimos tener, agregarla como amiga, preguntarle qué hace, qué escribe, pedirle su blog, enviarle el mío, y dejar que lea esto y decida si me diagnostica psicopatía aguda y me bloquea para siempre en todos sus puertos digitales o si ve en todo este miedo, este pánico, estas vueltas y estas máscaras algo tierno, algo que le despierta curiosidad, que le recuerda de repente el chico flaquito con el que cruzó miradas en el lobby y acepte, y aceptes, tomar algo conmigo.






~ FIN ~

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